El daño se transmite de generación en generación: el embrujado se convierte en embrujador, proyectando sobre sus hijos lo que fue proyectado sobre él, a no ser que una toma de consciencia logre romper el círculo vicioso. No hay que temer hundirse profundamente en uno mismo para enfrentar la parte del ser mal constituido, el horror de la no realización, haciendo saltar el obstáculo genealógico que se levanta ante nosotros como una barrera y que se opone al flujo y reflujo de la vida.
En esta barrera encontramos los amargos sedimentos psicológicos de nuestro padre y de nuestra madre, de nuestros abuelos y bisabuelos. Tenemos que aprender a desidentificarnos del árbol y comprender que no está en el pasado: por el contrario, vive, presente en el interior de cada uno de nosotros. Cada vez que tenemos un problema que nos parece individual, toda la familia está concernida. En el momento en que nos hacemos conscientes, de una manera o de otra la familia comienza a evolucionar. No sólo los vivos, también los muertos. El pasado no es inamovible. Cambia según nuestro punto de vista.
Ancestros a quienes consideramos odiosamente culpables, al mutar nuestra mentalidad, los comprendemos en forma diferente. Después de perdonarlos tenemos que honrarlos, es decir, conocerlos, analizarlos, disolverlos, rehacerlos, agradecerles, amarlos, para finalmente ver el “buda” en cada uno de ellos. Todo aquello que espiritualmente hemos realizado podría haberlo hecho cada uno de nuestros parientes. La responsabilidad es inmensa. Cualquier caída arrastra a toda la familia, incluyendo a los niños que están por venir, durante tres o cuatro generaciones.
Alejandro Jodorowsky |